lunes, 29 de septiembre de 2025

Crónica de Atenango del Río

Atenango del Río despierta cada mañana con el canto insistente de los gallos y el murmullo lejano de los burros que buscan sombra en los caminos polvorientos. El sol, fuerte y sin compasión en abril y mayo, seca la tierra hasta volverla dura como barro cocido, mientras las vacas y los chivos andan libres, curioseando entre las calles, recordándonos que aquí la vida nunca se aparta del campo.

Cuando el calor arrecia, el río es un espejismo que se vuelve promesa. En diciembre y enero, cuando las aguas bajan claras y frescas, los niños corren a bañarse, gritando de alegría como si el agua fuera un regalo secreto que la montaña decide compartir.

En agosto y septiembre, el aire se llena de moscos, pequeños visitantes que zumban sin pedir permiso. Pero ni eso detiene la vida: las familias siguen reuniéndose en los portales, platicando al caer la tarde, mientras el olor a leña y a comida sencilla llena las calles.

El pueblo tiene su propio ritmo: lento, terco, sabio. Es el ritmo de los animales que acompañan la jornada, del río que marca las estaciones, del sol que nunca se cansa de brillar sobre esta tierra. Aquí, en Atenango del Río, cada detalle es un recordatorio de que la vida se teje entre la dureza y la ternura, entre la sequía que todo lo reseca y el agua que, cuando llega, lo renueva todo.

Quien ha nacido aquí, sabe que este lugar no se cuenta: se vive, con la piel tostada del sol, con el zumbido de los moscos, con el murmullo de los animales y con el corazón arraigado a la tierra. Atenango no es sólo un pueblo; es una manera de sentir y de resistir en medio del río y del tiempo.



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