Las calles eran de tierra, polvorientas, y se llenaban de huellas: del toro que bajaba al río, del burro cargado de leña, o de los chivos que corrían libres tras un silbido del pastor. Y aunque la vida era dura, la sencillez lo llenaba todo.
En los meses de calor, las sandías abrían su carne roja en las mesas de madera, refrescando las gargantas secas. Y el hermoso
río que trae agua, entre las piedras se atrapaban mojarras y langostinos que se guisaban en fogón de leña, con tortillas recién hechas y salsa molida en metate.
Pero también estaban los alacranes, escondidos en las rendijas de las paredes, recordando que el campo tiene belleza y peligro. Entre magueyes espinosos, donde los hombres cortaban sus pencas para el pulque, se escuchaban las voces de los mayores hablando de cosechas, de lluvias y de fiestas patronales.
Así era y sigue siendo Atenango: un lugar donde la vida rural se confunde con el polvo, con el canto de las aves y con la fuerza del río que nunca se olvida. Y cada recuerdo es un pedazo de tierra guardado en la memoria de quienes aún saben saborear el campo.
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