lunes, 29 de septiembre de 2025

Crónica de Atenango del Río

Atenango del Río siempre ha tenido su propio ritmo, marcado por el canto de los gallos y el andar lento de las bestias. En las mañanas de antes, el aire fresco llegaba con el arrullo de las palomas que revoloteaban sobre los tejados de teja, mientras los guajolotes caminaban altivos por los patios polvorientos, buscando maíz que caía de las trojes.

Las calles eran de tierra, polvorientas, y se llenaban de huellas: del toro que bajaba al río, del burro cargado de leña, o de los chivos que corrían libres tras un silbido del pastor. Y aunque la vida era dura, la sencillez lo llenaba todo.

En los meses de calor, las sandías abrían su carne roja en las mesas de madera, refrescando las gargantas secas. Y el hermoso

río que trae agua, entre las piedras se atrapaban mojarras y langostinos que se guisaban en fogón de leña, con tortillas recién hechas y salsa molida en metate.

Pero también estaban los alacranes, escondidos en las rendijas de las paredes, recordando que el campo tiene belleza y peligro. Entre magueyes espinosos, donde los hombres cortaban sus pencas para el pulque, se escuchaban las voces de los mayores hablando de cosechas, de lluvias y de fiestas patronales.

Así era y sigue siendo Atenango: un lugar donde la vida rural se confunde con el polvo, con el canto de las aves y con la fuerza del río que nunca se olvida. Y cada recuerdo es un pedazo de tierra guardado en la memoria de quienes aún saben saborear el campo.

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